La fábrica de los sueños mimaba a sus mejores ahijados. Los amamantaban a base de oro, dos o tres de los grandes a la semana, elevándolos así a categoría de elegidos para la gloria. Compraron su talento y, a cambio de mísera calderilla, los mortales de platea y gaseosa recibimos celuloide corrosivo e inolvidable plagado de pasiones, ambiciones, amores, traiciones y resto de vitaminas que nutren la materia de nuestros sueños.
Sólo aquella pléyade de guionistas, los alquimistas de la palabra, los que dominaban los jugos gástricos del diálogo, los que hilvanaban el sentido del ritmo, los genuinos sicarios del sarcasmo, podían permitirse el lujo de chulear al jefe y escapar impunes del trance. Bebían como si no existiese un mañana,… Ver Más